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Luca D’Andrea
Dos golpes ligeros y estas palabras: Crunch, crunch, crunch. ?Quien roe, roe? ?Quien mi casita me come? Marlene, veintidos anos, un metro sesenta, o algo mas, ojos color azul melancolia, un lunar al final de la sonrisa, indudablemente hermosa e indudablemente asustada, se miro reflejada en el acero de la caja fuerte y se dijo a si misma que era idiota. Era metal, no el mazapan del cuento. Y no habia ninguna bruja en las inmediaciones. Es el miedo, se dijo, solo es eso. Movio los hombros, dejo de respirar, como su padre antes de apretar el gatillo de la escopeta, vacio los pulmones y volvio a concentrarse. Las brujas no existian. Los cuentos mentian. Solo la vida importaba, y Marlene se preparaba para cambiar la suya definitivamente. La combinacion era facil de recordar. Uno. Tres. Dos. Luego un cuatro. Un giro de muneca, otra vez cuatro y ya estaba. Tan simple que las manos de Marlene lo hicieron todo por si solas. Aferro el tirador de acero, lo bajo y apreto los dientes. Un tesoro. Fajos de billetes de banco apilados como lena para la Stube . Una pistola, una caja de municiones y una bolsita de terciopelo. Por debajo de la caja asomaba una libreta que valia mas que todo ese dinero multiplicado por cien. Habia sangre y tal vez incluso un par de cadenas perpetuas guardadas entre sus paginas arrugadas: una interminable lista de acreedores y deudores, nombres de amigos y de amigos de amigos escritos con la caligrafia pequena, delgada e inclinada de Herr Wegener. Marlene no le dedico un segundo vistazo. No le interesaban la pistola, las balas ni los fajos de billetes. La bolsita de terciopelo, en cambio, hizo que le sudaran las palmas de las manos. Conocia su contenido, conocia su poder, y estaba aterrada. El suyo no era un simple robo. Llamemos a las cosas por su nombre. Lo que la mujer joven estaba haciendo con el corazon en un puno era… traicion. Marlene Taufer in Wegener, legitima esposa de Robert Wegener. El hombre frente al que todo el mundo se quitaba el sombrero: cuarenta anos transcurridos en la construccion de una carrera hecha de intimidaciones, contrabando, emboscadas y asesinatos. Nadie bromeaba con un hombre como Wegener. Nadie se atrevia ni a utilizar siquiera su nombre de pila. Para todo el mundo Robert Wegener era Herr Wegener. Incluso para ella. Marlene. Su esposa. Espabila. El tiempo apremia. Sin embargo, tal vez precisamente debido al acoso de las agujas del reloj, durante un parentesis entre un tic y un tac, cuando Marlene abrio la bolsita de terciopelo, la fabula volvio a tomar la delantera sobre la realidad y la mirada de la mujer joven se cruzo con la azul, profunda y terrible, de criaturas minusculas y puntiagudas. Cobolds. Le parecio incluso obvio. A los cobolds les gustaba el metal, el frio y la muerte: caja fuerte, pistola, dinero y libreta. Un nido perfecto. Los cobolds reaccionaron con ferocidad ante ese allanamiento. Se apoderaron de la luz de la habitacion, la apresaron en sus ojitos crueles y la transformaron en un destilado de odio tan salvaje que por poco a Marlene no se le cayo la bolsita de los dedos. Eso la hizo volver al presente. A la caja fuerte completamente abierta. A la villa en el Passirio. Es decir, a la realidad. La bolsita de terciopelo estaba repleta de zafiros. Carbono condensado que, debido a una broma de la fisica, habia aprendido a brillar como una estrella. Toda, o casi toda, la fortuna de Herr Wegener apretada en su puno. Pero nada de brujas ni de cobolds. Porque, se dijo de nuevo Marlene, no existian las brujas, ni tampoco los cobolds; en cambio, esas piedras preciosas no solo eran reales, sino que tambien eran la llave para su nueva vida. Siempre y cuando dejara de perder el tiempo y se largara. Sin prestar mas atencion al mundo de los cuentos, y sin pensar en la cadena de consecuencias que acababa de poner en marcha, Marlene cerro la bolsita, la escondio en el bolsillo interior de su chaqueta acolchada, cerro la caja fuerte, la oculto detras del cuadro, enderezo la espalda, le dio un toquecito a un mechon que amenazaba con acabar dentro de los ojos y dejo atras el dormitorio. Recorrio el pasillo, un tramo de escaleras, el salon, el vestibulo con innumerables espejos, la escalinata exterior. La noche la acogio con una suave brisa que soplaba del norte. No se detuvo. Puso en marcha el Fiat 130 gris y se marcho. La villa que se desvanecia en el espejo retrovisor. El discurrir de las farolas. La alianza de oro tirada por la ventanilla sin volver a pensarselo. La ciudad dormida. El desguace. Una parada rapida y, gracias a un abultado sobre de dinero, el Fiat 130 se convirtio en un Mercedes W114 color crema, con matricula <
>, la documentacion en regla, los neumaticos recien estrenados y el deposito lleno. Nada de gracias. Nada de saludos. Directa hacia el oeste. Aparte de los primeros copos de nieve, todo iba de acuerdo con los planes. Al menos hasta el puesto de control a pocos kilometros de Malles. Un autentico engorro. Al final de una serie de curvas que Marlene habia empezado a enfilar, vio una furgoneta con las luces de emergencia apagadas y un par de carabineros con el aspecto de alguien que se esta muriendo de frio. O de sueno. O de quien, furtivo, esta esperando a alguien o algo. Herr Wegener tenia ojos y oidos en todas partes. Tambien entre los uniformes. De manera que: ?tentar a la suerte o cambiar de itinerario? Si no fuera por la ansiedad y el miedo, Marlene habria podido mantener todavia su plan a salvo de los imprevistos. Sin embargo, la ansiedad, el miedo y la nieve cada vez mas densa la llevaron a pisar el freno, cambiar de sentido y enfilar una carretera secundaria, desencadenando una nueva serie de acontecimientos. La carretera secundaria la llevo a otra, aun mas estrecha y sinuosa, que atravesaba un pueblecito sumido en el sueno hasta un cruce (?derecha o izquierda?, ?cara o cruz?), y aun mas adelante, con la nieve que se acumulaba en capas. Y cuando el coche empezo a dar bandazos, la chica con el lunar al final de la sonrisa decidio continuar de todos modos, con un ojo puesto en la calzada cada vez mas empinada y otro en el mapa en el que, no hace falta decirlo, ese paso (malditos sean ellos y sus mapas llenos de errores) no aparecia marcado. No era cierto. El mapa era inexacto, tal vez, como todos los demas, ?pero erroneo? Era de 1974, y en 1974 el hombre ya habia dejado su huella en el polvo lunar: no era posible que un mapa se equivocara. Marlene simplemente tendria que haber estacionado, echar el freno de mano, encender la luz del interior, respirar profundamente un par de veces y verificar mejor. Las cosas habrian ido de otra manera. Pero Marlene no se detuvo. A la ansiedad se le habia anadido la incredulidad de quien descubre que se ha perdido. Dale gas, pero adagio , se dijo, y sigue adelante. Tarde o temprano la carretera conducira a alguna parte. Un pueblo, un refugio, una explanada. Se sentiria satisfecha incluso con un espacio abierto que fuera lo bastante ancho para consentirle maniobrar y volver atras, dispuesta a desafiar el puesto de control: cualquier cosa con tal de interrumpir esa nueva e inexorable secuencia de acontecimientos y retomar el control de su propio destino. No fue asi. Tal vez la nieve, tal vez los ojos que no podian despegarse del mapa; en cualquier caso, Marlene percibio de repente que el Mercedes perdia adherencia, derrapaba a la izquierda, hacia un trompo y volaba . Fue horroroso. La negrura barrida por los faros. La nieve oscura que remolinaba en enjambres. Las fauces del precipicio. Los troncos de los arboles, inmoviles y perfectamente perceptibles en todos sus detalles. La colision. Violenta. Un fogonazo de dolor sofocado por el ruido de chapas rasgadas. Un aullido infernal, esta vez si, demasiado parecido al chirrido de la puerta de la bruja. Marlene grito el nombre de Dios. Y mientras la montana, negra y sin nombre, se cernia sobre ella, su grito se convirtio en un jadeo. Pero fue el amor lo ultimo que invoco. El amor que la habia empujado a traicionar al hombre mas peligroso que habia conocido en su vida. Ese amor que tenia un nombre. --Klaus. La ultima palabra de Marlene antes de la oscuridad. 3 Casi al amanecer. De no haber sido por el reloj, nadie se habria dado cuenta. La nevada se habia convertido en una tormenta de nieve. No habia nada de luz en el exterior, tan solo una neblina blanca. Tampoco habia nada de luz dentro de la habitacion. La arana de cristal parecia incapaz de iluminar nada, limitandose a dibujar una masa informe en el suelo. Si uno la observaba largo rato, se arriesgaba a que le asaltaran malos pensamientos. Tanto el hombre como la mujer evitaban hacerlo. Se parecia demasiado a una mancha de sangre. Aparte del tictac del reloj de pendulo y de su respiracion, solo habia silencio. La mujer estaba sentada en una butaca, las manos entrelazadas sobre los muslos apretados. Rigida como un soldadito de plomo, los rasgos faciales cristalizados en una mueca que la envejecia una decada. Llevaba una especie de uniforme. La falda hasta la rodilla, un delantal muy blanco y el pelo recogido en una trenza. De no ser por la expresion cenuda (?o asustada?), habria sido hermosa. Se llamaba Helene, y desde hacia mas de cinco anos era el ama de llaves en la villa del Passirio. Hacia mas o menos el doble de tiempo que habia dejado de morderse las unas. Esa habia sido una de las primeras lecciones en la Escuela de Economia Domestica de Bresanona, donde aprendio los fundamentos del oficio. Las manos de una buena ama de llaves, le explicaron sus profesores, son su tarjeta de visita. Nunca sucias, siempre arregladas, bien cuidadas. Dejar de morderse las unas habia sido casi como dejar de fumar, pero luego se acostumbro a ello. Durante anos la idea de volver al viejo habito ni siquiera se le habia pasado por la cabeza. Hasta que empezaron los gritos. ?Que clase de hombre podia emitir semejantes sonidos? Basto solo un instante y volvio a caer. Mordisqueaba, roia, y cuando los dientes alcanzaban la carne viva, Helene, con un gesto irritado, dejaba caer sus manos sobre el regazo para martirizarse el delantal. Luego empezaba de nuevo. Manos. Boca. Unas. Dientes. Una pequena punzada de dolor. Delantal. Y otra vez mas, desde el principio. Helene habia intercambiado una unica mirada con el hombre alli de pie, apoyado en la gran chimenea que nadie usaba nunca. Una unica mirada. Mas que elocuente. El hombre se llamaba Moritz. Habia cumplido recientemente los treinta, tenia unas ojeras como hematomas y una pistola automatica en una funda, oculta bajo la americana de su traje oscuro. Por regla general, ese traje le sentaba de maravilla. Habia pagado por el una cantidad desorbitada, pero habia valido la pena. Se lo decia por las mananas, mientras se hacia el nudo de la corbata o le daba un ultimo retoque al pelo engominado, y se lo confirmaba el interes de las mujeres con las que se cruzaba por las calles del centro. En ese amanecer, en cambio, con o sin traje oscuro, Moritz se habria sentido en cualquier caso incorrecto y torpe como un espantapajaros. Porque cuando sus ojos se reflejaron en los de Helene, el hombre de la pistola vio algo que lo aterro. Una mirada de las que habia ya captado bastantes, desde que entrara a formar parte del circulo de Herr Wegener. La mirada de una victima. Y eso no estaba bien. No estaba bien, porque Moritz era un hombre sencillo que dividia el mundo con el lanzamiento de una monedita. ?Victima o verdugo? Facil: nada mejor que el sonido de una nariz al romperse. Con su metro noventa y sus noventa kilos de peso, y su propension natural a la violencia, Moritz nunca habia sentido el miedo de la victima. Hasta el momento en que, reflejandose en los ojos de Helene, se pregunto: <>. Pero tambien: <>. Por eso dejo de mirar al ama de llaves. Y la mancha en el suelo de la habitacion. Demasiadas, demasiadas preguntas. Moritz odiaba las preguntas. Porque a las preguntas uno no podia romperles la nariz. A las preguntas no les podia meter una bala en el corazon (y otra en la cabeza, por seguridad) y hacer que se callaran para siempre. Las preguntas eran como esos insectos repugnantes, todo boca y paciencia que, famelicos y canallas, eran capaces de derrumbar incluso el mas solido de los castillos. Silencio. Eso es lo que le habria gustado a Moritz. Pasar por completo de los gritos y desaparecer durante unos minutos. Los suficientes como para ahuyentar los malos pensamientos. Un cigarrillo en el jardin. O una copita de brandi. Pero las ordenes eran las ordenes. Las ordenes, para alguien como Moritz, le cortaban la cabeza a los signos de interrogacion. Marcaban la frontera entre lo que se podia hacer y lo que estaba prohibido. Las ordenes trazaban una linea recta, simple, y el era un hombre simple. Ademas, hacian que la desobediencia fuera mucho mas emocionante. Y era esto, si queremos ser sinceros hasta el fondo, lo que le habia provocado problemas. Asi que Moritz permanecia inmovil, erguido en su traje oscuro, apoyado en la chimenea apagada. Escuchando los gritos y sintiendo el peso de la automatica, que lo aplastaba contra el suelo. Sobre la mancha informe del suelo. Helene, sin embargo, tenia una vision mas compleja del mundo. No existian unicamente el blanco y el negro. La obediencia y la transgresion, las victimas y los verdugos. Habia todo un oceano de grises en los que navegar. Bastaba poco para transformar una orden en un consejo y los consejos no eran trampas, siempre ofrecian alguna escapatoria. Sus obligaciones, por ejemplo, guardaban relacion con la villa. No con su empleador. Villa y empleador eran dos cosas diferentes. Aqui habia una via de escape. Cuando decidio que ya habia tenido suficiente de aquellos gritos, Helene se levanto de golpe y salio de la habitacion. Silenciosa como un fantasma. 4 El amanecer. Mas que verla la sintio en los huesos. No habria podido hacer otra cosa. Las ventanas que daban al jardin estaban cerradas. Solo la pantalla de una lampara, rota pero aun en funcionamiento, iluminaba la habitacion sumida en el caos. Armarios completamente abiertos, cajones fuera de sitio, mantas y ropa hechas jirones, una infinidad de papeles, joyas, cuadros, libros (menos uno) por los suelos, victimas inocentes de su furia. En el centro de la sala, toda ella de estuco y con cortinas de terciopelo bordadas en oro, sentado en la cama sin hacer, Herr Wegener se dio cuenta de que si no dejaba de gritar y empezaba a razonar de manera lucida y racional todos los logros que lo habian llevado a ser lo que era se convertirian en una montana de estiercol y esfuerzo desperdiciado. El autocontrol habia sido durante anos su orgullo. Los nervios de acero y la sangre fria le habian permitido llevar la batuta de lo que, en secreto, habia bautizado como <>. Un imperio listo para dar el salto que, ese era el plan, le consentiria elevarse desde el rango del hombre ante el que uno se quita el sombrero al del hombre en cuya presencia es obligatoria una genuflexion . En ese gelido amanecer, por mucho que se esforzara en recuperarlo, el autocontrol seguia siendo una quimera. Lo era porque Wegener no queria creer lo que sus nervios de acero y su sangre fria le sugerian. Y la que era la unica y simple explicacion: Marlene. Imposible. Marlene nunca lo habria traicionado. Marlene era su esposa. Marlene era la mujer a la que amaba. Por encima de todo, Marlene era una mujer y nunca se habia visto que una mujer lograra joder a alguien como el. O tal vez si, tal vez en algunas partes del mundo habia mujeres capaces de atreverse a tanto, pero Wegener estaba seguro de que Marlene no pertenecia a esa categoria. Ni en broma. Nervios de acero y sangre fria no estaban de acuerdo. No hacian mas que repetirselo. Ha sido ella, ha sido ella, ella, ella.
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