• Babilonia (Panorama de narrativas) – Yasmina Reza de Yasmina Reza

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    Elisabeth, ingeniera de patentes del Instituto Pasteur, ha entrado en la sesentena, esta triste por la muerte de su madre, melancolica por el recuerdo de un amor de juventud perdido y algo mas sola desde que su hijo se ha independizado. Por lo demas, vive una existencia placida y monotona con su marido Pierre. Para alegrar el animo, decide organizar una fiesta de primavera a la que invita a varios amigos y vecinos, entre ellos los Manoscrivi, que viven en el piso de arriba. El, Jean-Lino, tambien enfila la sesentena, y ella, Lydie, es cantante de jazz aficionada.

  • Babilonia de Yasmina Reza

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    Esta pegado a la pared, en la calle. De pie con traje y corbata. Tiene orejas de soplillo, la mirada asustada, el pelo corto y blanco. Esta flaco, los hombros estrechos. Sostiene bien visible una revista donde puede leerse la palabra Awake. El pie de foto reza Jehovah's Witness, Los Angeles. La foto es de mil novecientos cincuenta y cinco. Parecia un chiquillo. Murio hace tiempo. Vestia con decoro para repartir sus folletos religiosos. Estaba solo, penetrado de una perseverancia triste y torva. A sus pies se adivina una cartera (se ve el asa), con decenas de folletos impresos que nadie o casi nadie le cogera. Son tambien esos boletines impresos en un numero irrazonable los que recuerdan la muerte. Esos arrebatos de optimismo -demasiadas copas, demasiadas sillas…- que nos hacen multiplicar las cosas para volverlas de inmediato inutiles. Las cosas y nuestros esfuerzos. La pared ante la que se halla es gigantesca. Se adivina por su opacidad recia, por el volumen de la piedra tallada previamente. Debe de seguir alli, en Los Angeles. El resto se difumina en algun lugar: el hombrecillo con un traje holgado y orejas picudas que se habia colocado delante de el para repartir una revista religiosa, su camisa blanca y su corbata oscura, su pantalon raido en las rodillas, su cartera, sus ejemplares. ?Que importa lo que somos, lo que pensamos, lo que sera de nosotros? Estamos en algun lugar del paisaje hasta el dia en que dejamos de estar en el. Ayer llovia. He vuelto a abrir Los americanos de Robert Frank. Andaba perdido por la biblioteca, arrinconado en un estante. He vuelto a abrir el libro, que no abria desde hacia cuarenta anos. Recuerdo al tipo que vendia una revista, de pie en una calle. La foto es mas granulosa, mas palida de lo que esperaba. Queria volver a ver Los americanos, el libro mas triste del mundo. Muertos, surtidores de gasolina, gente sola con sombreros de cowboy. Al volver las paginas se ven desfilar las maquinas de discos, los televisores, los objetos de la nueva prosperidad. Se muestran tan solitarios como el hombre esos recien llegados sobredimensionados, demasiado pesados, demasiado luminosos, colocados en espacios no preparados. Un buen dia, se los llevan. Se daran otra vueltecilla, tambaleandose hasta el desguace. Estamos en algun lugar del paisaje hasta el dia en que dejamos de estar en el. Me ha venido a la mente el Scopitone del puerto de Dieppe. Saliamos, en el Dos Caballos, a la tres de la manana para ir a ver el mar. Yo no tendria mas de diecisiete anos y estaba enamorada de Joseph Denner. Ibamos siete en el coche, que rozaba el suelo con el culo. Yo era la unica chica. Conducia Denner. Ibamos a todo gas hacia Dieppe bebiendo cerveza Valstar roja. Llegabamos a las seis al puerto, entrabamos en la primera taberna y pediamos Picon con cerveza. Habia un Scopitone. Nos desternillabamos mirando a los cantantes. Una vez Denner puso Le Boucher de Fernand Raynaud y llorabamos de risa por el sketch y por el Picon. Luego volviamos a casa. Eramos jovenes. No sabiamos que era irreversible. Ahora tengo sesenta y dos anos. No podria decir que he sabido ser feliz en la vida, no podria puntuarme con un siete a la hora de mi muerte, como ese colega de Pierre que dijo bueno, pongamos un siete, yo diria mas bien un seis, porque me daria menos la impresion de ser ingrata o de herir a alguien, diria un seis haciendo trampa. ?Cambiara eso algo cuando este bajo tierra? A todo el mundo le importara un pito el que haya sabido o no ser feliz en la vida, y a mi tambien me traera importara un pito. El dia que cumpli sesenta anos, Jean-Lino Manoscrivi me invito a las carreras de Auteuil. Nos encontrabamos en las escaleras, los dos subiamos andando, yo para conservar un tipo pasable, el por su fobia a los sitios cerrados. Era flaco, no muy alto, el rostro picado, una larga frente que se extendia hacia atras y un mechon peinado hacia un lado con la famosa cortinilla de los calvos. Llevaba gafas de montura gruesa que lo envejecian. El vivia en el quinto, yo en el cuarto. Nos creaban cierta complicidad esos encuentros en la escalera que nadie usaba. En algunos edificios modernos, la escalera es independiente y fea, y solo sirve para las mudanzas. De hecho, los inquilinos la denominan escalera de servicio. Durante un tiempo, no nos conocimos del todo, yo sabia que el trabajaba en el ramo de los electrodomesticos. El sabia que yo trabajaba en el Institut Pasteur. El nombre de mi profesion, ingeniera de patentes, no le dice nada a nadie, y ya no intento explicarlo de manera atractiva. En una ocasion, Pierre y yo tomamos una copa entre parejas en casa de ellos. Su mujer era una especie de terapeuta new age despues de haber regentado una zapateria. Llevaban poco tiempo casados, quiero decir en comparacion con nosotros. Al cruzarme con JeanLino en nuestra escalera la vispera de mi cumpleanos, le habia dicho, manana cumplo sesenta anos. Me demoraba un poco y me salio asi. ?Usted no ha cumplido aun sesenta anos, Jean-Lino? Contesto que en breve. Yo veia que intentaba decirme algo amable pero no se atrevia. Al llegar a mi rellano, anadi, para mi se ha acabado ya todo, me retiro. Me pregunto si ya habia ido a las carreras. Le dije que no. Balbuceando, me propuso que, si estaba libre, nos vieramos al dia siguiente en Auteuil a la hora de comer. Cuando llegue al hipodromo, me lo encontre sentado en el restaurante, pegado a los cristales desde los que se domina el paddock. En la mesa, una botella de champan en un cubo, las revistas de turf esparcidas, cubiertas de anotaciones, cacahuetes desperdigados mezclados con boletos caducados. Me esperaba con el aspecto de quien recibe distendido a alguien en su club, en total contraste con lo que yo sabia de el. Nos zampamos no se que cosa grasienta que el habia pedido. Se exaltaba en cada carrera, levantandose, rugiendo, tenedor en ristre, arrastrando fragmentos de puerro oscilantes. Cada cinco minutos salia a fumar medio pitillo y regresaba con nuevas ideas. Nunca lo habia visto con semejante cantidad de energia y menos aun de alegria. La gente apostaba sumas insignificantes a caballos de potencial desconocido. El los sentia, tenia sus intimas convicciones. Gano algo, tal vez el precio del champan (dimos cuenta de toda la botella, sobre todo el). Yo me embolse tres euros. Me dije, tres euros el dia de tu sesenta cumpleanos, bueno. Comprendi que Jean-Lino Manoscrivi estaba solo. Un tipo a lo Robert Frank pero actual. Con su Bic, su periodico y sobre todo su sombrero. Se habia creado un ritual, habia aislado en el tiempo un espacio que lo subyugaba. En las carreras se crecia, incluso la voz le cambiaba