• La casa que ame de Tatiana De Rosnay

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    Querido: Puedo oir como suben por nuestra calle. Es un rugido extrano, amenazante; sacudidas y golpes. El suelo tiembla bajo mis pies. Tambien oigo los gritos, unas voces masculinas, altas, excitadas, el relincho de los caballos y el martilleo de sus casas. El rumor de una batalla, como aquel terrible mes de julio tan caluroso en el que nacio nuestra hija, aquella hora sangrienta en la que la ciudad se erizo de barricadas. Hay nubes de polvo sofocantes, un humo agrio, tierra y escombros. Le escribo estas letras sentada en la cocina vacia. La semana pasada embalaron los muebles y los enviaron a Tours, a casa de Violette. Dejaron la mesa, era demasiado voluminosa, tambien la cocina de esmalte, muy pesada. Tenian mucha prisa y yo no pude soportar el espectaculo. Aborreci cada minuto. La casa despojada de todos sus enseres en un brevisimo instante. Su casa, la que usted pensaba que se salvaria. !Ay, amor mio! No tema, yo no me marchare jamas. Por las mananas, el sol se cuela en la cocina, eso siempre me ha gustado. Pero hoy, esta cocina, sin Mariette apresurada, con la cara enrojecida por el calor de la estufa, y sin Germaine refunfunando mientras se recompone los rizos que se le escapan del mono prieto, es un lugar muy lugubre. Con un ligero esfuerzo, casi puedo oler las bocanadas de humo del ragu de Mariette, que tejian lentamente una apetitosa redecilla por la casa. Nuestra cocina, antano llena de alegria, esta triste y desnuda, le faltan las cazuelas y las ollas resplandecientes, las hierbas, las especias en sus tarritos de cristal, las verduras frescas del mercado y el pan caliente en la panera. Recuerdo el dia que llego la carta, el ano pasado, un viernes por la manana. Yo leia Le Petit Journal junto a la ventana del salon, mientras tomaba un te. Siempre me ha gustado ese momento apacible, antes de que comience el ajetreo diario. No era nuestro cartero habitual. A ese, no lo habia visto nunca. Un hombreton grande y huesudo, con una gorra de plato verde que le cubria el pelo de lino. Llevaba una bata de color azul con el cuello rojo que parecia demasiado ancha para el. Vi como se llevaba una mano agil a la gorra y entregaba el correo a Germaine. Luego desaparecio y lo oi silbar bajito mientras seguia su ruta por la calle. Despues de dar un sorbo al te, volvi al periodico. Aquellos ultimos meses, la Exposicion Universal estaba en boca de todos. Siete mil extranjeros invadian los bulevares todos los dias. Una voragine de invitados de prestigio: Alejandro II de Rusia, Bismarck, el vicerrey de Egipto. !Que triunfo para nuestro emperador! Distingui los pasos de Germaine en la escalera y el frufru de su vestido. Es raro que yo reciba correo. Generalmente, una carta de mi hija, cuando considera que tiene que mostrarse atenta, o de mi yerno por la misma razon. A veces, una postal de mi hermano Emile o de la baronesa de Vresse, desde Biarritz, junto al mar, donde pasa los veranos. Eso sin contar los recibos e impuestos esporadicos. Aquella manana, me fije en el sobre blanco y largo. Le di la vuelta: <> y mi nombre en grandes letras negras. Lo abri. Las palabras se distinguian claramente, pero no pude comprenderlas. No obstante, tenia las gafas bien sujetas en la punta de la nariz. Me temblaban tanto las manos que tuve que dejar la hoja en las rodillas y respirar profundamente. Cogi de nuevo la carta y me obligue a leerla. --?Que ocurre, senora Rose? --gimio Germaine. Debia de haber visto mi expresion. Meti la carta en el sobre, me levante y me alise la falda con las palmas de las manos. Un bonito vestido de color azul oscuro, con el numero justo de volantes para una senora mayor como yo. Usted lo habria aprobado. Tambien recuerdo el calzado que llevaba puesto, unas simples zapatillas, suaves y femeninas, y recuerdo el grito que solto Germaine cuando le explique lo que decia la carta. Mas tarde, mucho mas tarde, sola en nuestra habitacion, me derrumbe encima de la cama. Por mas que supiera que aquello podia suceder en cualquier momento, la impresion fue terrible. Entonces, mientras todos los de la casa dormian, cogi una vela y el plano de la ciudad que le gustaba observar. Lo desplegue encima de la mesa del comedor y tuve cuidado de no verter cera caliente encima. Si, veia la progresion inexorable de la calle Rennes, que surgia derecha hacia nosotros desde la estacion del ferrocarril de Montparnasse, y del bulevar Saint-Germain, ese monstruo hambriento, reptando hacia el oeste desde el rio. Con dos dedos temblorosos, segui el rastro hasta donde se unen. Exactamente en nuestra calle. Si, nuestra calle. En la cocina reina un frio glacial, tengo que bajar a buscar un chal y tambien unos guantes, pero solo para la mano izquierda, porque con la derecha quiero seguir escribiendole. Hace unos quince anos, cuando nombraron al prefecto, usted se mofaba: <>. Luego supimos lo que iba a ocurrir con la casa de mi hermano Emile, pero usted seguia sin tener miedo: <>. A menudo voy a sentarme a la iglesia, tranquila y apacible, para pensar en usted. Ahora hace diez anos que murio, pero para mi es como si hubiera pasado un siglo. Contemplo los pilares y los frescos, recien restaurados, y rezo. El padre Levasque se acerca a mi y cuchicheamos en la penumbra. --!Senora Rose, hara falta mas que un prefecto o un emperador para amenazar nuestro barrio! Childeberto, rey merovingio y fundador de esta iglesia, vela por su creacion como una madre por su hijo. Al padre Levasque le gusta recordarme cuantas veces se ha saqueado, destrozado, quemado y arrasado la iglesia desde la epoca de los normandos, en el siglo IX. En tres ocasiones, creo. Amor mio, que equivocado estaba. La iglesia se salvara, pero nuestra casa no. La casa que tanto amaba usted. Capitulo 2 El dia que recibi la carta, el senor Zamaretti, el librero, y Alexandrine, la florista, que habian recibido el mismo correo de la prefectura, subieron a visitarme. No se atrevian a mirarme a los ojos. Sabian que a ellos no les resultaria tan terrible; siempre habria un hueco en la ciudad para un librero y una florista. Pero sin la renta de los locales comerciales, ?como llegaria yo a fin de mes? Soy su viuda y sigo alquilando los dos locales que me pertenecen, uno a Alexandrine y el otro al senor Zamaretti; como lo hacia usted, como lo hizo su padre antes que usted, y el padre de su padre. Un panico frenetico se apodero de nuestra callejuela, que no tardo en llenarse del bullicio de todos los vecinos, carta en mano. !Que espectaculo! Todo el mundo parecia haber salido de sus casas y todos vociferaban, hasta la calle Sainte-Marguerite: el senor Jubert, el de la imprenta, con el delantal manchado de tinta, y la senora Godfin, de pie en el umbral de su herboristeria. Tambien estaba el senor Bougrelle, el encuadernador, fumando en pipa. La picaruela senorita Vazembert, la de la merceria (usted no la conocio, alabado sea el Senor), iba y venia por la acera, como pavoneandose, con un mirinaque nuevo. Nuestra encantadora vecina, la senora Barou, me dedico una gran sonrisa cuando me vio, pero me di cuenta de lo desesperada que se sentia. El chocolatero, el senor Monthier, era un mar de lagrimas. El senor Helder, el propietario de ese restaurante que tanto le gustaba a usted, Chez Paulette, se mordia nervioso el labio, lo que le agitaba el poblado bigote. Yo llevaba puesto un sombrero, nunca salgo sin el, pero, con las prisas, muchos olvidaron el suyo. El mono de la senora Paccard amenazaba con desmoronarse cuando meneaba con furia la cabeza. El doctor Nonant, tambien con la cabeza descubierta, agitaba el dedo indice rabioso. El senor Horace, el tabernero, consiguio que se le oyera entre el tumulto. Desde que usted nos dejo, el sigue siendo el mismo. Quiza tenga el pelo rizado algo mas gris y su panza haya adquirido una pizca de volumen; sin embargo, sus maneras estridentes y la risa sonora no se han debilitado. Sus ojos, negros como el carbon, echan chispas. --Senoras y senores, ?que hacen chismorreando a voz en grito? ?De que nos servira eso? Les invito a una ronda a todos, !tambien a los que no frecuentan mi antro! Por supuesto, se referia a Alexandrine, la florista, a quien le repugna la bebida. Un dia me conto que su padre habia muerto alcoholico.