• Sed de otras cenizas de Richard Sabogal

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    La calle me consume en cada salida. Abro la boca y trago excremento de carro. Quiero morderle la nalga a la morena que va mas adelante agarrada de la mano del tonto que seguramente la insatisface. Un nino con ojos tristes me pide una colaboracion para comprar un pan de la panaderia de vitrinas desnudas. Camino por el tubo digestivo de esta ciudad que me da cobijo y me drena cada semana que la visito. Le arranco la ropa a las mujeres bellas con las que me cruzo, a la del escote que asoma senos turgentes, a la de senos con cicatrices de maternidad, a la de pantalones cortos con una autopista como piernas. Pongo mi mano en el bolsillo, atrapo el celular que el tipo de la moto miro con lascivia. Arriba, como un dios silencioso, el pedazo de Avila nos mira, en dias como este quisiera que sus paredes verdes crujieran como un trozo de galleta y se desmoronaran sobre las casas; sobre la soberbia catedral en lo alto del pueblo, con sus rezos, sus culpas y sus munecos de yeso; sobre la pendiente solitaria donde siempre roban; sobre la morena de nalgas hermosas; sobre los tipos de las motos que buscan victimas; sobre las mujeres escotadas y de piernas desnudas; sobre el hospital, la maternidad, el supermercado. Sobre todos. Que al final solo queden bolas de humo y escombros. Que salgan las lombrices de la tierra removida y queden gallinas que las traguen como un fideo. Que muera todo, que no quede nada, que renazca este pueblo, esta ciudad, este pais. El mundo entero. Para asi dejar de oir las letanias de los moralistas desde su color preferido, con sus figuras de carton y sus lideres en forma de munecos inflables. Quiero atravesar la autopista sin mirar a los lados para que los histericos recuerden a mi madre. La ciudad es soleada, siempre hace calor, pero empieza a llover. Caen gotas gordas, que encharcan el piso. Son gotas escarlata. Pronto la ausencia de canerias forma pequenos rios de agua que se acarician con los restos de acera. Huele a bujia, a papas podridas, a bolsas de basura abiertas. Un perro callejero, con el hambre tatuada en sus costillas, va en un trote suave huyendo de la escena llevando en el hocico un panal lleno de crema amarilla. Me dejo banar, mi cabello se tine de rojo, las gotas descienden por mi frente, siento el sabor metalico en mi boca. Levanto la vista al cielo, camino en direccion a la autopista, los cauchos rechinan y siento como la montana cruje. Abro los ojos para ver el destino descender colina abajo. La bicicleta La bicicleta de mi infancia era amarilla con verde, rin 20, con una silla amarilla de plastico duro. Brillaba al sol y por un tiempo fue mi amiga. La silla se me metia por el fundillo y me lastimaba. Mi papa no quiso dejarme las ruedas de seguridad y sin anestesia tuve que aprender a manejarla conociendo el sabor del suelo. Mi tio homosexual se entallaba sus pantalones cortos de jean y su sonrisa eterna, y me llevaba a la cancha de mi barrio. El se sentaba en la pequena silla y yo de lado, en el marco de la bicicleta. Mi barrio era una pendiente pronunciada y la descendiamos a toda velocidad. Era un placer efimero esos pocos segundos que tardabamos en llegar a la cancha. La bicicleta estaba llena de calcomanias de autobus y hasta le puse un aviso de mototaxi. Aprender a manejar bicicleta es de los pocos recuerdos dolorosos y felices de mi infancia. La cancha la recorria en circulos, mi tio me sostenia de la silla y corria a mi lado, a veces volteaba a verlo para que aplaudiera mi hazana, pero estaba treinta metros atras, siempre sonriendo, yo me veia abandonado, perdia el equilibrio y estampaba mi suerte contra el concreto de la cancha, a pocos metros de la porteria. Mi tio se carcajeaba, me ayudaba a levantar, me soplaba la arena de la raspadura y seguiamos. La crudeza de la infancia que marca. Pero aprendi a dominarla en poco tiempo y pronto mi tio desaparecio de mis recuerdos y luego me vi recorrer el barrio de arriba abajo, pedalear con fuerza la pendiente y bajar a toda velocidad, mirando para los lados, asustando a los ninos pequenos pasandoles a gran velocidad casi rozandolos. Aprendi a manejar con una sola mano, luego sin las dos manos en el volante y finalmente pedaleando con las manos en los bolsillos. Haciendo estas hazanas cerca de la casa de Carolina, la nina buena de la esquina, la blanquita con un lunar en lo alto de su nariz y sus dientes de perla, la que me sonreia y me rechazaba. El corazon me dolia, pero tambien las manos que de tanto agarrar los mangos de goma barata se me ampollaron. Pero yo queria jugar mas. Y pedalear mas. Demostrarle a Carolina que era un gran ciclista. El bodeguero Elias, se burlaba de mis intentos de ciclismo, aunque una vez me grito cuando, intentando salvar mi cuerpo de estrellarse contra el pavimento, salte con todo y bicicleta sobre la acera y cai sobre sus flores, y aplaste un pedazo de sabila y me arune la pantorrilla. Carolina me miraba desde su ventana, rio, se despidio y cerro.